Decenas de albañiles construyen
el nuevo pabellón de esta universidad. Los obreros se suspenden y clavetean sobre las
columnas de un edificio que lucirá poderoso e indestructible. Cómo ha crecido
esta universidad. Hace poco más de un año se componía de un pabellón, un
coordinador que envejecía ante una pantalla y una manga de estudiantes que enarbolaba
la minoría de su edad. Hoy debo evaluar el examen final. Recuerdo los
resultados del parcial: uno o dos aprobados. Las autoridades coincidieron en
que el examen debía evaluarse de nuevo. Me pidieron formular un nuevo examen y
lo hice. Pero la coordinadora de carrera lo reformuló una vez más… Mientras observo
la vida espontánea de albañiles y estudiantes me convenzo de que el facilismo
se apoderará de cada rincón de nuestro entorno. Como la cosa sin nombre que tomó la casa en el viejo cuento argentino. Así me siento aquí: asfixiado,
rodeado entre seres insubstanciales, poderosamente insubstanciales.
lunes, 7 de diciembre de 2015
martes, 1 de diciembre de 2015
"Tenías siete años..."
*
Fue el año de 1997 en el que
Roció Contreras, profesora de “Narrativa Hispanoamericana”, invitó a los
alumnos a leer sus propios textos. Fue un hecho inédito, jamás un profesor de
la universidad nos había incentivado a hacerlo. El alumnado se encontró de
repente con una clase que siempre era esperada: pequeño gran milagro de la vida
universitaria. Aquel año junto a mis grandes amigos del
colegio nos habíamos apasionado con la ironía instalada en la narrativa de Alfredo
Bryce. “Bryce es un tipo que se ríe mucho de su soledad”, me dijo una vez la
profesora. La Feria del Libro de Lima recientemente lo había invitado a ofrecer
una charla para escolares a la que logramos infiltramos. El fetiche literario
nos adelantó a la mesa y nos llevamos las colillas del tabaco que había fumado el escritor.
Creo que nuestros diecinueve años de desamor dialogaban con el dolor de Manongo
Sterne Tovar y de Teresa. Nuestras esperanzas yacieron vivas en cada uno de nuestros
fracasos: muchachas cuyas sombras nos partieron el alma
al infinito. ¡Cuánto leímos en la clase de Rocío Contreras! Cuánto admirábamos
su presencia, el carácter subversivo de su clase, sus veintisiete
años y hasta los más anodinos de sus gestos.
Aquel tiempo terminó con la lectura de Conversación en la Catedral.
*
Julio de 1998 fue un tiempo
importante. Radio Libertad me abrió las puertas para aprender un poco de
Periodismo. Lo más extraño de esa emisora, era que atendía las denuncias de los
ciudadanos. Los reporteros íbamos con nuestro propio pasaje hasta cada rincón
de Ate Vitarte, el Callao o San Juan de Lurigancho. Era raro, porque luego
llegábamos a la conferencia o a la sede asignada para cubrir información
habitual: esas “pepas” por las que muchos salivaban. Una información cuyo contenido
comencé a percibir inútil, muerto. Radio Libertad abría sus micrófonos para que
la gente grite su opinión contra un gobierno que nos dejó la peor de las
herencias: una sociedad concesiva a costa de una estabilidad indigna,
humillante. Ahí, en esa emisora, aprendí a redactar. El tiempo en CPN no había
servido para nada; a excepción de aquel verano en el que César Tovar me enseñó a
perder el miedo. Gracias a Radio Libertad conocí Lima y aprendí a adorarla.
Hace pocos días estreché la mano de David, ese cambista del jirón Ocoña que ha
encanecido de pie, bajo la misma esquina. Lima se parecía mucho a la de
Odría. Y Zavalita empezaba a resultar un personaje entrañable por lo que estaba viviendo: el idealismo político de los veinte años, la ingenua fidelidad
a un medio masivo, la utopía de ejercer la investigación en un
medio tan castrante como la radio y, fundamentalmente, la revelación de que no
estaba recibiendo la educación rigurosa que necesitaba. Cuando me dirigía a la
universidad, antes de llegar a la avenida Bolívar, el micro transitaba frente a
la Universidad de San Marcos. Entonces me preguntaba: ¿cómo se hará para estar dentro?, ¿estos alumnos son lo que parecen, es decir, universitarios? Porque
entre el ser y el parecer se tiende el abismo de la mentira, del fraude, de la
estafa, y en ese momento, la universidad en la que estaba estudiando
me estaba engañando.
*
El 2002 aún trabajaba como sereno
municipal en San Isidro. Una vez se detuvo un taxi para preguntar al sereno de
turno por una dirección. Cuando se bajó la ventanilla apareció el rostro de una
chica que trabajaba en el CUT (circuito universitario de televisión). Me reconoció.
No me lo hizo saber con palabras, pero sus ojos hablaron clarísimo... Los pantalones de un sereno tienen bolsillos amplios. Ahí cabía de todo: comida,
agua, cigarrillos. Pero durante ese verano había adherido las
separatas de la academia en la que me había matriculado. Quería estudiar
Literatura en San Marcos. En aquel tiempo ya tenía el bachiller de comunicador.
Co-mu-ni-ca-dor. Qué palabra de mierda. Apesta a estafa. Quería dejar de ser esa entidad sin alma, ese universitario que
justificaba su denominación por poseer carné y no conocimiento. Después de dos
fracasos postulé de nuevo; aunque esta vez, sin comentárselo ni a mi sombra. Fue
un domingo de tiempo agradable. Las colas revelaban gente grande, alumnos que procuraban el traslado o la nueva carrera. Ese
examen tuvo sus complicaciones en la parte matemática. Pero lo sabía: el hallazgo
de un área sombreada habría resultado heroico. Más tarde fui a ver los
resultados. Caminé por la avenida Universitaria y no encontré los míos. Estos
se encontraban cerca a la puerta de la avenida Venezuela. Ahí estaba mi
nombre, con una palabra en su costado.
*
Marzo de 2002, veintitrés años, Facultad de
Letras y Ciencias Humanas. Entre 2002 y 2008 la experiencia
sanmarquina me ofreció la Academia, una amiga y un amor. Pero estudiar
Literatura no nos otorgaría lo que habíamos pensado. ¿Leer ficción? No. Nos ofrecía
mucho más. Entender los hechos sociales a partir de los textos. Entender los
fenómenos colectivos a partir de los contextos. Creo que San Marcos nos ofreció
respeto. Sí. Respeto por el pensamiento ajeno. Respeto por la verdad. Respeto por
una formación tan rigurosa que pudo habernos conducido a la enfermedad. Mi habitación
se convirtió en una biblioteca de fotocopias ¡pero de libros enteros! Conocí la
competencia con los compañeros. La aspiración por obtener la mejor nota. La revelación
de un profesor erudito cuyo conocimiento oceánico nos hería. Habíamos obtenido
un logro: una formación académica verdadera. Habíamos obtenido el ser; no el
parecer. Ese rigor se distendía caminando por la ciudad universitaria. Mientras
caminaba junto a Cynthia Campos lanzábamos versos tan adoloridos que nos producía
risa. “¿Quién no tiene su vestido azul?...”. Creo que yo la hacía reír para
superar un poco ese cliché de intelectuales que, finalmente, atrapó nuestra
consciencia. Porque hablar, prácticamente, se convirtió en escribir en el aire. Hablábamos como escribíamos. ¡Mierda! ¡Pero
qué agudo debe haber sido ese corrector que se instaló en nuestro
cerebro para articular palabras! No jodan, muchachos… Acabo de sustentar mi
trabajo de licenciatura y mis viejos no entendieron una mierda. Y eso que
pretendí bajar al llano la palabra. Pretendí acceder al preciado lugar de las
palabras humildes. Les recuerdo que una vez nuestro profesor de Retórica nos sugirió
asumir toda teoría con un poco de ironía… Esa misma actitud, creo, deberíamos
asumir con la palabra. Estoy seguro de que muchos somos conscientes de eso.
*
“El trabajo del tesista contiene
una introducción, tres capítulos, conclusiones y anexos. Considero que la investigación
posee los argumentos suficientes para ser sustentada en acto público.” Mientras
hablaba con mis padres por teléfono vi llegar al profesor Manuel Larrú, presidente
del jurado. Jamás lo había visto tan elegante. Ingresé a la Escuela y advertí
que los informantes dialogaban observando los ejemplares de mi trabajo. Me sentía
tranquilo, aunque había una ansiedad por disertar este trabajo que ha despejado muchas
sombras respecto a mi quehacer profesional. No solo como literato (tampoco me gusta esta palabreja), sino también como periodista potencial… porque
mientras no ejerza el Periodismo no osaré denominarme periodista; aunque, eso
sí, tengo la consciencia limpia y podré decir que jamás ensucié su nombre. Disertar
esas ocho páginas que pretendieron sintetizar ciento cuarenta y uno fue un
ejercicio nuevo. El jurado y mis padres me escucharon durante veinte minutos. Y
ellos mismos, conmigo, vivimos la intensidad de alguna que otra pregunta
inquietante; aunque todas respondidas con alguna pertinencia. Creo que los
elogios me entusiasmaron y, en algún momento, pensé en obtener la máxima
calificación. Sí, inevitable… soy sanmarquino y hemos mamado de esa leche
eterna: la de la excelencia. No ocurrió así; me habría gustado obtener 19, no
20. Pero tampoco fue así. Creo que ese 18 fue medio salomónico. No me
gustó, no me satisfizo. No estuve de acuerdo con alguna observación del jurado y
se los dije. Finalmente, ellos me formaron así: crítico, siempre
crítico. Pero como se trata de una primera aproximación a un corpus tan
extraño quizá me sirva, porque un estudiante jamás
debe dejar de aprender y un maestro siempre, casi siempre, sabe más. Mi madre
tomó la palabra y dijo algo que no me esperaba: “Hijo, acabo de recibir las cartas
que le escribías a tu abuela… Tenías siete años”. Conozco a mi padre, sé que
cuando se toma los párpados es para fraguar una lágrima, para ganarle la
partida y disimular su vulnerabilidad. Los miembros del jurado
sonrieron, me miraron. Y en ese momento sentí cómo mi alma se corporizaba en dos
pupilas humedecidas… Respiré. Hubo un brindis y una frenética toma de
fotografías. El profesor Larrú quería
grabar el momento, se le notaba... estaba contento. Ese trabajo que había calificado
durante el pregrado se había trasformado en algo mejor, había crecido. Creo que
con esta experiencia, con la experiencia sanmarquina, hemos crecido. Hemos vivido
intensamente una vida más y eso ha sido lo importante. Somos nómadas. Llevamos
el espíritu del cambio porque cuando sentimos que llegamos algo nos asfixia:
la muerte. La muerte circunda a los hombres a través de la rutina. El
único hábito que hemos aprendido en San Marcos es el de la productividad, el del
enriquecimiento del espíritu, el de la vida fecunda. Una vida infeliz es una
vida infecunda, una vida en la que el hombre se repite sin cuestionamientos, sin
búsqueda y, por lo tanto, sin hallazgo, sin luz. Gracias a San Marcos y a la
vida por haberme dado tanto.
sábado, 31 de octubre de 2015
Prolongaciones
Apunto de escribir un texto
respecto del fracaso, recordé el fragmento de luz que se dejaba ver entre las
cortinas de mi habitación. Había pensado en una imagen aliviadora: la filmación
del amanecer. Esta imagen se había prolongado en otras más felices como la
filmación de ese muro antiguo frente al que la gente transita derecha. La prolongación
de una posibilidad. Primera lógica que logro objetivar sobre la base de un dolor: el
reconocimiento del fracaso. Mi fracaso lo he constituido a través de la prolongación de
actividades banales, muertas desde su origen... O romperte en el estado doloroso
y absurdo de la crisis o romper esta prolongación de la agonía. Una prolongación
en lugar de otra prolongación.
domingo, 4 de octubre de 2015
Proyecciones
Finalmente las personas a las que
había rotulado como amigos, y hasta mejores amigos, no eran mis amigos. No lo
eran. Eran fantasmas proyectados desde mis necesidades, precariedades y
miserias. Estos mejores amigos fueron esculpidos por las más urgidas de las manos, seguramente, durante la más tierna y ridícula de las juventudes. En eso
comulgamos algunos seres extraños con los hombres de oficina, con el bruto
libre que envidiamos secretamente en la hora de la fiesta. Eso es lo que tenemos
en común con ellos: la necesidad de refractarnos, de
proyectar lo que no somos o lo que, quizá, siéndolo mínimamente, nunca pudimos
desarrollar. Cuántas mentiras habremos fabricado entre individuos necesitados. ¡Cuántas
amistades falsas y abrazos vacuos habremos reafirmado para no sentirnos solos! Y,
paradójicamente, cuán solos habremos estado al fabricar estos simulacros de compañía
y complementariedad. Cuán solos…
sábado, 3 de octubre de 2015
Papá
Una tarde, al bajar del ómnibus,
mi hermana y yo vimos a lo lejos a mi padre. Estaba delgado, muy delgado, y
lucía barba (completamente infrecuente en él). Sonreía, parecía feliz; pero
también había una quietud que lo mantenía sereno o, por lo menos, sobre su
sitio. Nunca olvidaré esa imagen de mi padre. Porque es prácticamente una
radiografía de lo que le estaba pasando y de lo que fue una consecuencia de su
vida militar contra él, contra nosotros: una especie de alegría por el retorno;
pero una alegría congelada sobre la consciencia de un dolor… el dolor de haber
vivido en carne propia la mayor atrocidad de la República.
lunes, 28 de septiembre de 2015
Dios
El hombre se encontraba solo, a pesar de que estaba acompañado.
Alzó la vista al cielo y gritó: ¡Dios! ¿Dónde has estado? ¡Ayúdame,
Dios!
Pero una voz serena y firme contestó desde el costado:
Dios...
¿Quién es Dios?
¿Quién eres tú para juzgarme?
Tú no has estado en mis zapatos
Tú no has estado en mis zapatos...
domingo, 20 de septiembre de 2015
¿Y era, entonces, esto?
Cuando tenía veintiún años decidí detener el camino de negación que había emprendido durante la vida universitaria. Colgué el saco y decidí explorar el mundo que había rechazado por miedo a la exposición. Ese miedo que aprendí cuando fui hijo en una casa. El miedo al juicio, a la crítica y, por lo tanto, al goce, al disfrute, a la alegría. Escarbé en el aire para hallar la fruición entre tinieblas pero me fue inútil. Había partido a destiempo y la fiesta ya se había terminado. Esta dinámica de la insubstancia se repitió conscientemente durante muchos años. Hoy, vivo y enterrado (como acertó el compositor) empuño pequeñas alegrías que tienen su substancia en la fugacidad. Y era simplemente eso. El goce del momento radicaba en no saber, en la mayor felicidad que encontró Shakespeare otorgada a los humanos: la ignorancia. Ya no me gustaría volver; ya no vuelvo.
domingo, 6 de septiembre de 2015
A propósito de Hombre mirando al sudeste llevada al teatro en Lima
Ayer caí sin premeditación en el
teatro para ver la adaptación que un grupo de compatriotas ha realizado del
clásico Hombre mirando al sudeste, de
Eliseo Subiela. No pude evitar el prejuicio intelectual de analizar el producto
mientras se desarrollaba sobre las tablas. Esa mirada racional en que nos
sumergimos los rumiantes de la coherencia estética. Y mi calificación es unánimemente
desaprobatoria. De principio a fin, se notó la pobreza de la presencia
escénica de la persona que interpretó a Julio Denis. Una presentación
desconectada, descontrolada, como el ensayo habitual de un tallerista sin
talento.
Durante uno de los talleres de
mimo en los que participé, el profesor Juan Arcos citó una sentencia de Étienne Decroux:
“La esencia del teatro es el mimo”. Hace muy poco conversé con Walter Huancas, actor
profesional con estudios de mimo corporal dramático en EscenaFísica. Le
pregunté respecto de las dificultades por las que se debe atravesar para llegar
a ser actor: “Este arte está compuesto de líneas curvas y rectas. [Consiste] en
conocer y dominar el cuerpo para educarlo y hacerlo armonioso.” Cuánta razón tuvo
Decroux en su interminable búsqueda del conocimiento del propio cuerpo. La presencia escénica de un actor se evidencia a través de la armonía de sus gestos (y ya sabemos que los gestos se expresan a través del cuerpo entero). Lo que ofreció ayer esta interpretación fue una devoción por la torpeza gestual, el desconocimiento del propio cuerpo
y el de los propios sentidos.
Pésima forma de acompañar a Rantés.
martes, 1 de septiembre de 2015
Pituco
El domingo pasado sostuve un
enfrentamiento verbal con un muchacho. Los hinchas de Cristal y Universitario
marchaban vigilados por la policía montada y tan solo la berma central nos separaba. Los
improperios entre ambas hinchadas empezaron a llover (aunque en otros sectores llovieron
piedras y balazos). Fue entonces que mi sinrazón futbolística se apoderó de mí:
“Calla pituco e mierda”. Noté que esa expresión ocasionó algo en la susceptibilidad de ese muchacho. Su cuerpo se recogió
como el de esos pollos pequeños que se estacionan sobre el sitio. Su respuesta
fue tan sorda que solo la murmuró, mordida, como puñete que
se lanza con mala puntería. ¿Decir “pituco” equivale a decir “cholo”? Pienso que sí. Ambas pueden ser expresiones hirientes, dardos certeros que se
lanzan desde diversos perúes… emotivos, resentidos, revanchistas; pero no desde
una revancha futbolística, sino desde otra más antigua, enconada, intestina.
sábado, 18 de abril de 2015
Acerca de una chica
- Una chica se acercó a mi mesa en un comedor universitario. El lugar estaba copado por estudiantes y profesores acostumbrados a compartir la mesa durante el almuerzo. Aquí hay asiento. Sí, pero la señora ¿dónde está? De repente una señora se acercó y saludó a la muchacha con familiaridad y cariño. Tendrás que compartir la mesa porque está repleto: el señor ya termina. Debe tener veintiun años. Lleva el cabello lacio, la cara redonda y las mejillas rosadas. ¿Qué estudias? Derecho. Su sonrisa amplia me ofreció una perfecta dentadura ¿Qué ciclo? El último. Fijé mis ojos en los suyos y advertí ese destello de mirada andina que ostentan algunas mujeres. Recuerdo a un profesor de Derecho que quiso ser presidente. Ñique. Sí. La anécdota nos ayudó a compartir un almuerzo agradable. En algún momento privé mi mirada en su escote y me sentí huérfano. Como ya debía largar tenté una respuesta a mi curiosidad. Borges, durante una conferencia, confesó que veía fundamentalmente un color: el amarillo. Debió haberlo visto cuando veía. Sí, él encegueció ya grande. Entonces sonrió: yo perdí la vista a los dos años… Yo no conozco los colores.
Foto: Victor Herrera Larrea
viernes, 3 de abril de 2015
Del primer beso
En los seres extraños, el primer beso suele ser tardío, fugaz, sórdido;
pero también inesperado, eterno, radiante... amargo y dulce a la vez.
sábado, 31 de enero de 2015
Mujer madura en una casa de madera
Tú debes tener
las manos fuertes y la mirada despejada. Llevar el
cabello recogido y ostentar el obsceno escote. Debes haberte encallado
las manos contra el árbol. Extender el
mantel a cuadros angostado cielo. Debes ser aire
extraviado entre los dedos vacuos. Llevar un dolor
antiguo que a tu paso asciende. Tú, cogerías el
rifle ante la fiera hambrienta. Debes ser leche
ardiente sobre el fuego eterno. Tu leve pliegue
observaría impávido al hombre atrevido. ¿Tan solo agua
caliente ante el mayor agravio para ser la misma? Mujer de manos fuertes y mirada despejada, por qué divagas
en un tiempo espacio en el que me hallo muerto. Seguro que eres
aire extraviado entre los dedos vacuos...
San Juan de Lurigancho, enero de 2015
martes, 27 de enero de 2015
Poesía fallida
La mayor parte de mi producción poética resultó fallida. Sobre el papel
deteriorado, tan solo una letra o quizás una palabra. Y entre trazo y garabato,
los escombros de una guerra rezagada. Vacíos tercamente silenciosos. Algún
escaso acierto. Tachaduras que grafican el fracaso: el estancado caudal de un
lector aburguesado. Sobre un mugriento soporte, la obstinación de un poema
desmembrado, como el lodo que salpica al aletazo del ahogado. ¡Pobres
versos incompletos, transgredidos, violentados! Poesía fallida: hijos
malparidos o abortados.
San Juan de Lurigancho, 14 de enero de 2014
lunes, 26 de enero de 2015
Aforismo contra la nostalgia decembrina
¿Diciembre? Cuídate del furor superficial de los reencuentros. Cuídate de los consensos. De la promesa embriagada, altisonante. De parodiar alegremente una verdad que ofende. Cuídate de los abrazos vacuos y de besar
al aire. Del ruido que enceguece y de sus promotores. Cuídate de los objetos. De la gula que llena de más hambre al hambre. De buscar el calor sobre la loza. ¡Cuídate del sabotaje! De la mentira decembrina que enajena cauta y brilla. Cuídate, que todavía no termina…
Lima, diciembre de 2013
lunes, 19 de enero de 2015
Una pequeña miseria
Los micrófonos de
Radio Libertad. Instrumentos desvalidos por esos cables sin protección cuyo
usuario ya no sabía cómo ocultar. ¿Algún reportero habría usado uno de esos
micrófonos cuando se encontraban aptos... es decir, con un plug adaptable a una
grabadora? Cuando recuerdo esos penosos aparatos recuerdo también el
transfuguismo del propietario de esa emisora: despotismo del capataz, miseria
de los feudos.
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