lunes, 7 de diciembre de 2015

Ladrillos

Decenas de albañiles construyen el nuevo pabellón de esta universidad. Los obreros se suspenden y clavetean sobre las columnas de un edificio que lucirá poderoso e indestructible. Cómo ha crecido esta universidad. Hace poco más de un año se componía de un pabellón, un coordinador que envejecía ante una pantalla y una manga de estudiantes que enarbolaba la minoría de su edad. Hoy debo evaluar el examen final. Recuerdo los resultados del parcial: uno o dos aprobados. Las autoridades coincidieron en que el examen debía evaluarse de nuevo. Me pidieron formular un nuevo examen y lo hice. Pero la coordinadora de carrera lo reformuló una vez más… Mientras observo la vida espontánea de albañiles y estudiantes me convenzo de que el facilismo se apoderará de cada rincón de nuestro entorno. Como la cosa sin nombre que tomó la casa en el viejo cuento argentino. Así me siento aquí: asfixiado, rodeado entre seres insubstanciales, poderosamente insubstanciales. 


martes, 1 de diciembre de 2015

"Tenías siete años..."

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Fue el año de 1997 en el que Roció Contreras, profesora de “Narrativa Hispanoamericana”, invitó a los alumnos a leer sus propios textos. Fue un hecho inédito, jamás un profesor de la universidad nos había incentivado a hacerlo. El alumnado se encontró de repente con una clase que siempre era esperada: pequeño gran milagro de la vida universitaria. Aquel año junto a mis grandes amigos del colegio nos habíamos apasionado con la ironía instalada en la narrativa de Alfredo Bryce. “Bryce es un tipo que se ríe mucho de su soledad”, me dijo una vez la profesora. La Feria del Libro de Lima recientemente lo había invitado a ofrecer una charla para escolares a la que logramos infiltramos. El fetiche literario nos adelantó a la mesa y nos llevamos las colillas del tabaco que había fumado el escritor. Creo que nuestros diecinueve años de desamor dialogaban con el dolor de Manongo Sterne Tovar y de Teresa. Nuestras esperanzas yacieron vivas en cada uno de nuestros fracasos: muchachas cuyas sombras nos partieron el alma al infinito. ¡Cuánto leímos en la clase de Rocío Contreras! Cuánto admirábamos su presencia, el carácter subversivo de su clase, sus veintisiete años y hasta los más anodinos de sus gestos. Aquel tiempo terminó con la lectura de Conversación en la Catedral.

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Julio de 1998 fue un tiempo importante. Radio Libertad me abrió las puertas para aprender un poco de Periodismo. Lo más extraño de esa emisora, era que atendía las denuncias de los ciudadanos. Los reporteros íbamos con nuestro propio pasaje hasta cada rincón de Ate Vitarte, el Callao o San Juan de Lurigancho. Era raro, porque luego llegábamos a la conferencia o a la sede asignada para cubrir información habitual: esas “pepas” por las que muchos salivaban. Una información cuyo contenido comencé a percibir inútil, muerto. Radio Libertad abría sus micrófonos para que la gente grite su opinión contra un gobierno que nos dejó la peor de las herencias: una sociedad concesiva a costa de una estabilidad indigna, humillante. Ahí, en esa emisora, aprendí a redactar. El tiempo en CPN no había servido para nada; a excepción de aquel verano en el que César Tovar me enseñó a perder el miedo. Gracias a Radio Libertad conocí Lima y aprendí a adorarla. Hace pocos días estreché la mano de David, ese cambista del jirón Ocoña que ha encanecido de pie, bajo la misma esquina. Lima se parecía mucho a la de Odría. Y Zavalita empezaba a resultar un personaje entrañable por lo que estaba viviendo: el idealismo político de los veinte años, la ingenua fidelidad a un medio masivo, la utopía de ejercer la investigación en un medio tan castrante como la radio y, fundamentalmente, la revelación de que no estaba recibiendo la educación rigurosa que necesitaba. Cuando me dirigía a la universidad, antes de llegar a la avenida Bolívar, el micro transitaba frente a la Universidad de San Marcos. Entonces me preguntaba: ¿cómo se hará para estar dentro?, ¿estos alumnos son lo que parecen, es decir, universitarios? Porque entre el ser y el parecer se tiende el abismo de la mentira, del fraude, de la estafa, y en ese momento, la universidad en la que estaba estudiando me estaba engañando.  

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El 2002 aún trabajaba como sereno municipal en San Isidro. Una vez se detuvo un taxi para preguntar al sereno de turno por una dirección. Cuando se bajó la ventanilla apareció el rostro de una chica que trabajaba en el CUT (circuito universitario de televisión). Me reconoció. No me lo hizo saber con palabras, pero sus ojos hablaron clarísimo... Los pantalones de un sereno tienen bolsillos amplios. Ahí cabía de todo: comida, agua, cigarrillos. Pero durante ese verano había adherido las separatas de la academia en la que me había matriculado. Quería estudiar Literatura en San Marcos. En aquel tiempo ya tenía el bachiller de comunicador. Co-mu-ni-ca-dor. Qué palabra de mierda. Apesta a estafa. Quería dejar de ser esa entidad sin alma, ese universitario que justificaba su denominación por poseer carné y no conocimiento. Después de dos fracasos postulé de nuevo; aunque esta vez, sin comentárselo ni a mi sombra. Fue un domingo de tiempo agradable. Las colas revelaban gente grande, alumnos que procuraban el traslado o la nueva carrera. Ese examen tuvo sus complicaciones en la parte matemática. Pero lo sabía: el hallazgo de un área sombreada habría resultado heroico. Más tarde fui a ver los resultados. Caminé por la avenida Universitaria y no encontré los míos. Estos se encontraban cerca a la puerta de la avenida Venezuela. Ahí estaba mi nombre, con una palabra en su costado.

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Marzo de 2002, veintitrés años, Facultad de Letras y Ciencias Humanas. Entre 2002 y 2008 la experiencia sanmarquina me ofreció la Academia, una amiga y un amor. Pero estudiar Literatura no nos otorgaría lo que habíamos pensado. ¿Leer ficción? No. Nos ofrecía mucho más. Entender los hechos sociales a partir de los textos. Entender los fenómenos colectivos a partir de los contextos. Creo que San Marcos nos ofreció respeto. Sí. Respeto por el pensamiento ajeno. Respeto por la verdad. Respeto por una formación tan rigurosa que pudo habernos conducido a la enfermedad. Mi habitación se convirtió en una biblioteca de fotocopias ¡pero de libros enteros! Conocí la competencia con los compañeros. La aspiración por obtener la mejor nota. La revelación de un profesor erudito cuyo conocimiento oceánico nos hería. Habíamos obtenido un logro: una formación académica verdadera. Habíamos obtenido el ser; no el parecer. Ese rigor se distendía caminando por la ciudad universitaria. Mientras caminaba junto a Cynthia Campos lanzábamos versos tan adoloridos que nos producía risa. “¿Quién no tiene su vestido azul?...”. Creo que yo la hacía reír para superar un poco ese cliché de intelectuales que, finalmente, atrapó nuestra consciencia. Porque hablar, prácticamente, se convirtió en escribir en el aire. Hablábamos como escribíamos. ¡Mierda! ¡Pero qué agudo debe haber sido ese corrector que se instaló en nuestro cerebro para articular palabras! No jodan, muchachos… Acabo de sustentar mi trabajo de licenciatura y mis viejos no entendieron una mierda. Y eso que pretendí bajar al llano la palabra. Pretendí acceder al preciado lugar de las palabras humildes. Les recuerdo que una vez nuestro profesor de Retórica nos sugirió asumir toda teoría con un poco de ironía… Esa misma actitud, creo, deberíamos asumir con la palabra. Estoy seguro de que muchos somos conscientes de eso.


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“El trabajo del tesista contiene una introducción, tres capítulos, conclusiones y anexos. Considero que la investigación posee los argumentos suficientes para ser sustentada en acto público.” Mientras hablaba con mis padres por teléfono vi llegar al profesor Manuel Larrú, presidente del jurado. Jamás lo había visto tan elegante. Ingresé a la Escuela y advertí que los informantes dialogaban observando los ejemplares de mi trabajo. Me sentía tranquilo, aunque había una ansiedad por disertar este trabajo que ha despejado muchas sombras respecto a mi quehacer profesional. No solo como literato (tampoco me gusta esta palabreja), sino también como periodista potencial… porque mientras no ejerza el Periodismo no osaré denominarme periodista; aunque, eso sí, tengo la consciencia limpia y podré decir que jamás ensucié su nombre. Disertar esas ocho páginas que pretendieron sintetizar ciento cuarenta y uno fue un ejercicio nuevo. El jurado y mis padres me escucharon durante veinte minutos. Y ellos mismos, conmigo, vivimos la intensidad de alguna que otra pregunta inquietante; aunque todas respondidas con alguna pertinencia. Creo que los elogios me entusiasmaron y, en algún momento, pensé en obtener la máxima calificación. Sí, inevitable… soy sanmarquino y hemos mamado de esa leche eterna: la de la excelencia. No ocurrió así; me habría gustado obtener 19, no 20. Pero tampoco fue así. Creo que ese 18 fue medio salomónico. No me gustó, no me satisfizo. No estuve de acuerdo con alguna observación del jurado y se los dije. Finalmente, ellos me formaron así: crítico, siempre crítico. Pero como se trata de una primera aproximación a un corpus tan extraño quizá me sirva, porque un estudiante jamás debe dejar de aprender y un maestro siempre, casi siempre, sabe más. Mi madre tomó la palabra y dijo algo que no me esperaba: “Hijo, acabo de recibir las cartas que le escribías a tu abuela… Tenías siete años”. Conozco a mi padre, sé que cuando se toma los párpados es para fraguar una lágrima, para ganarle la partida y disimular su vulnerabilidad. Los miembros del jurado sonrieron, me miraron. Y en ese momento sentí cómo mi alma se corporizaba en dos pupilas humedecidas… Respiré. Hubo un brindis y una frenética toma de fotografías. El profesor Larrú quería grabar el momento, se le notaba... estaba contento. Ese trabajo que había calificado durante el pregrado se había trasformado en algo mejor, había crecido. Creo que con esta experiencia, con la experiencia sanmarquina, hemos crecido. Hemos vivido intensamente una vida más y eso ha sido lo importante. Somos nómadas. Llevamos el espíritu del cambio porque cuando sentimos que llegamos algo nos asfixia: la muerte. La muerte circunda a los hombres a través de la rutina. El único hábito que hemos aprendido en San Marcos es el de la productividad, el del enriquecimiento del espíritu, el de la vida fecunda. Una vida infeliz es una vida infecunda, una vida en la que el hombre se repite sin cuestionamientos, sin búsqueda y, por lo tanto, sin hallazgo, sin luz. Gracias a San Marcos y a la vida por haberme dado tanto.                            




sábado, 31 de octubre de 2015

Prolongaciones

Apunto de escribir un texto respecto del fracaso, recordé el fragmento de luz que se dejaba ver entre las cortinas de mi habitación. Había pensado en una imagen aliviadora: la filmación del amanecer. Esta imagen se había prolongado en otras más felices como la filmación de ese muro antiguo frente al que la gente transita derecha. La prolongación de una posibilidad. Primera lógica que logro objetivar sobre la base de un dolor: el reconocimiento del fracaso. Mi fracaso lo he constituido a través de la prolongación de actividades banales, muertas desde su origen... O romperte en el estado doloroso y absurdo de la crisis o romper esta prolongación de la agonía. Una prolongación en lugar de otra prolongación.

domingo, 4 de octubre de 2015

Proyecciones

Finalmente las personas a las que había rotulado como amigos, y hasta mejores amigos, no eran mis amigos. No lo eran. Eran fantasmas proyectados desde mis necesidades, precariedades y miserias. Estos mejores amigos fueron esculpidos por las más urgidas de las manos, seguramente, durante la más tierna y ridícula de las juventudes. En eso comulgamos algunos seres extraños con los hombres de oficina, con el bruto libre que envidiamos secretamente en la hora de la fiesta. Eso es lo que tenemos en común con ellos: la necesidad de refractarnos, de proyectar lo que no somos o lo que, quizá, siéndolo mínimamente, nunca pudimos desarrollar. Cuántas mentiras habremos fabricado entre individuos necesitados. ¡Cuántas amistades falsas y abrazos vacuos habremos reafirmado para no sentirnos solos! Y, paradójicamente, cuán solos habremos estado al fabricar estos simulacros de compañía y complementariedad. Cuán solos…

  

sábado, 3 de octubre de 2015

Papá

Una tarde, al bajar del ómnibus, mi hermana y yo vimos a lo lejos a mi padre. Estaba delgado, muy delgado, y lucía barba (completamente infrecuente en él). Sonreía, parecía feliz; pero también había una quietud que lo mantenía sereno o, por lo menos, sobre su sitio. Nunca olvidaré esa imagen de mi padre. Porque es prácticamente una radiografía de lo que le estaba pasando y de lo que fue una consecuencia de su vida militar contra él, contra nosotros: una especie de alegría por el retorno; pero una alegría congelada sobre la consciencia de un dolor… el dolor de haber vivido en carne propia la mayor atrocidad de la República. 

lunes, 28 de septiembre de 2015

Dios

El hombre se encontraba solo, a pesar de que estaba acompañado.
Alzó la vista al cielo y gritó: ¡Dios! ¿Dónde has estado? ¡Ayúdame, Dios!

Pero una voz serena y firme contestó desde el costado:
Dios...
¿Quién es Dios?
¿Quién eres tú para juzgarme?
Tú no has estado en mis zapatos
Tú no has estado en mis zapatos...


Y el hombre vio una luz



domingo, 20 de septiembre de 2015

¿Y era, entonces, esto?

Cuando tenía veintiún años decidí detener el camino de negación que había emprendido durante la vida universitaria. Colgué el saco y decidí explorar el mundo que había rechazado por miedo a la exposición. Ese miedo que aprendí cuando fui hijo en una casa. El miedo al juicio, a la crítica y, por lo tanto, al goce, al disfrute, a la alegría. Escarbé en el aire para hallar la fruición entre tinieblas pero me fue inútil. Había partido a destiempo y la fiesta ya se había terminado. Esta dinámica de la insubstancia se repitió conscientemente durante muchos años. Hoy, vivo y enterrado (como acertó el compositor) empuño pequeñas alegrías que tienen su substancia en la fugacidad. Y era simplemente eso. El goce del momento radicaba en no saber, en la mayor felicidad que encontró Shakespeare otorgada a los humanos: la ignorancia. Ya no me gustaría volver; ya no vuelvo.     



domingo, 6 de septiembre de 2015

A propósito de Hombre mirando al sudeste llevada al teatro en Lima

Ayer caí sin premeditación en el teatro para ver la adaptación que un grupo de compatriotas ha realizado del clásico Hombre mirando al sudeste, de Eliseo Subiela. No pude evitar el prejuicio intelectual de analizar el producto mientras se desarrollaba sobre las tablas. Esa mirada racional en que nos sumergimos los rumiantes de la coherencia estética. Y mi calificación es unánimemente desaprobatoria. De principio a fin, se notó la pobreza de la presencia escénica de la persona que interpretó a Julio Denis. Una presentación desconectada, descontrolada, como el ensayo habitual de un tallerista sin talento.

Durante uno de los talleres de mimo en los que participé, el profesor Juan Arcos citó una sentencia de Étienne Decroux: “La esencia del teatro es el mimo”. Hace muy poco conversé con Walter Huancas, actor profesional con estudios de mimo corporal dramático en EscenaFísica. Le pregunté respecto de las dificultades por las que se debe atravesar para llegar a ser actor: “Este arte está compuesto de líneas curvas y rectas. [Consiste] en conocer y dominar el cuerpo para educarlo y hacerlo armonioso.” Cuánta razón tuvo Decroux en su interminable búsqueda del conocimiento del propio cuerpo. La presencia escénica de un actor se evidencia a través de la armonía de sus gestos (y ya sabemos que los gestos se expresan a través del cuerpo entero). Lo que ofreció ayer esta interpretación fue una devoción por la torpeza gestual, el desconocimiento del propio cuerpo y el de los propios sentidos.

Pésima forma de acompañar a Rantés. 


martes, 1 de septiembre de 2015

Pituco

El domingo pasado sostuve un enfrentamiento verbal con un muchacho. Los hinchas de Cristal y Universitario marchaban vigilados por la policía montada y tan solo la berma central nos separaba. Los improperios entre ambas hinchadas empezaron a llover (aunque en otros sectores llovieron piedras y balazos). Fue entonces que mi sinrazón futbolística se apoderó de mí: “Calla pituco e mierda”. Noté que esa expresión ocasionó algo en la susceptibilidad de ese muchacho. Su cuerpo se recogió como el de esos pollos pequeños que se estacionan sobre el sitio. Su respuesta fue tan sorda que solo la murmuró, mordida, como puñete que se lanza con mala puntería. ¿Decir “pituco” equivale a decir “cholo”? Pienso que sí. Ambas pueden ser expresiones hirientes, dardos certeros que se lanzan desde diversos perúes… emotivos, resentidos, revanchistas; pero no desde una revancha futbolística, sino desde otra más antigua, enconada, intestina.   




sábado, 18 de abril de 2015

Acerca de una chica

  1. Una chica se acercó a mi mesa en un comedor universitario. El lugar estaba copado por estudiantes y profesores acostumbrados a compartir la mesa durante el almuerzo. Aquí hay asiento. Sí, pero la  señora ¿dónde está? De repente una señora se acercó y saludó a la muchacha con familiaridad y cariño. Tendrás que compartir la mesa porque está repleto: el señor ya termina. Debe tener veintiun años. Lleva el cabello lacio, la cara redonda y las mejillas rosadas. ¿Qué estudias? Derecho. Su sonrisa amplia me ofreció una perfecta dentadura ¿Qué ciclo? El último. Fijé mis ojos en los suyos y advertí ese destello de mirada andina que ostentan algunas mujeres. Recuerdo a un profesor de Derecho que quiso ser presidente. Ñique. Sí. La anécdota nos ayudó a compartir un almuerzo agradable. En algún momento privé mi mirada en su escote y me sentí huérfano. Como ya debía largar tenté una respuesta a mi curiosidad. Borges, durante una conferencia, confesó que veía fundamentalmente un color: el amarillo. Debió haberlo visto cuando veía. Sí, él encegueció ya grande. Entonces sonrió: yo perdí la vista a los dos años… Yo no conozco los colores. 



Foto: Victor Herrera Larrea




viernes, 3 de abril de 2015

Del primer beso

En los seres extraños, el primer beso suele ser tardío, fugaz, sórdido; pero también inesperado, eterno, radiante... amargo y dulce a la vez.





sábado, 31 de enero de 2015

Mujer madura en una casa de madera

Tú debes tener las manos fuertes y la mirada despejada. Llevar el cabello recogido y ostentar el obsceno escote. Debes haberte encallado las manos contra el árbol. Extender el mantel a cuadros angostado cielo. Debes ser aire extraviado entre los dedos vacuos. Llevar un dolor antiguo que a tu paso asciende. Tú, cogerías el rifle ante la fiera hambrienta. Debes ser leche ardiente sobre el fuego eterno. Tu leve pliegue observaría impávido al hombre atrevido. ¿Tan solo agua caliente ante el mayor agravio para ser la misma? Mujer de manos fuertes y mirada despejada, por qué divagas en un tiempo espacio en el que me hallo muerto. Seguro que eres aire extraviado entre los dedos vacuos...

San Juan de Lurigancho, enero de 2015


martes, 27 de enero de 2015

Poesía fallida

La mayor parte de mi producción poética resultó fallida. Sobre el papel deteriorado, tan solo una letra o quizás una palabra. Y entre trazo y garabato, los escombros de una guerra rezagada. Vacíos tercamente silenciosos. Algún escaso acierto. Tachaduras que grafican el fracaso: el estancado caudal de un lector aburguesado. Sobre un mugriento soporte, la obstinación de un poema desmembrado, como el lodo que salpica al aletazo del ahogado. ¡Pobres versos incompletos, transgredidos, violentados! Poesía fallida: hijos malparidos o abortados. 

San Juan de Lurigancho, 14 de enero de 2014



lunes, 26 de enero de 2015

Aforismo contra la nostalgia decembrina


¿Diciembre? Cuídate del furor superficial de los reencuentros. Cuídate de los consensos. De la promesa embriagada, altisonante. De parodiar alegremente una verdad que ofende. Cuídate de los abrazos vacuos y de besar al aire. Del ruido que enceguece y de sus promotores. Cuídate de los objetos. De la gula que llena de más hambre al hambre. De buscar el calor sobre la loza. ¡Cuídate del sabotaje! De la mentira decembrina que enajena cauta y brilla. Cuídate, que todavía no termina… 

Lima, diciembre de 2013




lunes, 19 de enero de 2015

Una pequeña miseria

Los micrófonos de Radio Libertad. Instrumentos desvalidos por esos cables sin protección cuyo usuario ya no sabía cómo ocultar. ¿Algún reportero habría usado uno de esos micrófonos cuando se encontraban aptos... es decir, con un plug adaptable a una grabadora? Cuando recuerdo esos penosos aparatos recuerdo también el transfuguismo del propietario de esa emisora: despotismo del capataz, miseria de los feudos.