Ayer caí sin premeditación en el
teatro para ver la adaptación que un grupo de compatriotas ha realizado del
clásico Hombre mirando al sudeste, de
Eliseo Subiela. No pude evitar el prejuicio intelectual de analizar el producto
mientras se desarrollaba sobre las tablas. Esa mirada racional en que nos
sumergimos los rumiantes de la coherencia estética. Y mi calificación es unánimemente
desaprobatoria. De principio a fin, se notó la pobreza de la presencia
escénica de la persona que interpretó a Julio Denis. Una presentación
desconectada, descontrolada, como el ensayo habitual de un tallerista sin
talento.
Durante uno de los talleres de
mimo en los que participé, el profesor Juan Arcos citó una sentencia de Étienne Decroux:
“La esencia del teatro es el mimo”. Hace muy poco conversé con Walter Huancas, actor
profesional con estudios de mimo corporal dramático en EscenaFísica. Le
pregunté respecto de las dificultades por las que se debe atravesar para llegar
a ser actor: “Este arte está compuesto de líneas curvas y rectas. [Consiste] en
conocer y dominar el cuerpo para educarlo y hacerlo armonioso.” Cuánta razón tuvo
Decroux en su interminable búsqueda del conocimiento del propio cuerpo. La presencia escénica de un actor se evidencia a través de la armonía de sus gestos (y ya sabemos que los gestos se expresan a través del cuerpo entero). Lo que ofreció ayer esta interpretación fue una devoción por la torpeza gestual, el desconocimiento del propio cuerpo
y el de los propios sentidos.
Pésima forma de acompañar a Rantés.