Finalmente las personas a las que
había rotulado como amigos, y hasta mejores amigos, no eran mis amigos. No lo
eran. Eran fantasmas proyectados desde mis necesidades, precariedades y
miserias. Estos mejores amigos fueron esculpidos por las más urgidas de las manos, seguramente, durante la más tierna y ridícula de las juventudes. En eso
comulgamos algunos seres extraños con los hombres de oficina, con el bruto
libre que envidiamos secretamente en la hora de la fiesta. Eso es lo que tenemos
en común con ellos: la necesidad de refractarnos, de
proyectar lo que no somos o lo que, quizá, siéndolo mínimamente, nunca pudimos
desarrollar. Cuántas mentiras habremos fabricado entre individuos necesitados. ¡Cuántas
amistades falsas y abrazos vacuos habremos reafirmado para no sentirnos solos! Y,
paradójicamente, cuán solos habremos estado al fabricar estos simulacros de compañía
y complementariedad. Cuán solos…
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