Una tarde, al bajar del ómnibus,
mi hermana y yo vimos a lo lejos a mi padre. Estaba delgado, muy delgado, y
lucía barba (completamente infrecuente en él). Sonreía, parecía feliz; pero
también había una quietud que lo mantenía sereno o, por lo menos, sobre su
sitio. Nunca olvidaré esa imagen de mi padre. Porque es prácticamente una
radiografía de lo que le estaba pasando y de lo que fue una consecuencia de su
vida militar contra él, contra nosotros: una especie de alegría por el retorno;
pero una alegría congelada sobre la consciencia de un dolor… el dolor de haber
vivido en carne propia la mayor atrocidad de la República.
No hay comentarios:
Publicar un comentario