domingo, 20 de septiembre de 2015

¿Y era, entonces, esto?

Cuando tenía veintiún años decidí detener el camino de negación que había emprendido durante la vida universitaria. Colgué el saco y decidí explorar el mundo que había rechazado por miedo a la exposición. Ese miedo que aprendí cuando fui hijo en una casa. El miedo al juicio, a la crítica y, por lo tanto, al goce, al disfrute, a la alegría. Escarbé en el aire para hallar la fruición entre tinieblas pero me fue inútil. Había partido a destiempo y la fiesta ya se había terminado. Esta dinámica de la insubstancia se repitió conscientemente durante muchos años. Hoy, vivo y enterrado (como acertó el compositor) empuño pequeñas alegrías que tienen su substancia en la fugacidad. Y era simplemente eso. El goce del momento radicaba en no saber, en la mayor felicidad que encontró Shakespeare otorgada a los humanos: la ignorancia. Ya no me gustaría volver; ya no vuelvo.     



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