Armábamos con mi padre y mi cuñado una silla para escritorio. Mi sobrino de cinco años se acercó y me dijo: ¿yo también puedo ayudar, no? Sí, hijo, le respondí. Entonces colocó sus pequeñas manos sobre la silla mientras los grandotes la sosteníamos. Me miró a los ojos y le ofrecí una sonrisa. Pero él me la devolvió y apoyo su mejilla sobre la aspereza de mi mano y la acarició con la infinita delicadeza de su rostro... y sentí de repente que había recibido flores por primera vez.
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