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Fue el año de 1997 en el que
Roció Contreras, profesora de “Narrativa Hispanoamericana”, invitó a los
alumnos a leer sus propios textos. Fue un hecho inédito, jamás un profesor de
la universidad nos había incentivado a hacerlo. El alumnado se encontró de
repente con una clase que siempre era esperada: pequeño gran milagro de la vida
universitaria. Aquel año junto a mis grandes amigos del
colegio nos habíamos apasionado con la ironía instalada en la narrativa de Alfredo
Bryce. “Bryce es un tipo que se ríe mucho de su soledad”, me dijo una vez la
profesora. La Feria del Libro de Lima recientemente lo había invitado a ofrecer
una charla para escolares a la que logramos infiltramos. El fetiche literario
nos adelantó a la mesa y nos llevamos las colillas del tabaco que había fumado el escritor.
Creo que nuestros diecinueve años de desamor dialogaban con el dolor de Manongo
Sterne Tovar y de Teresa. Nuestras esperanzas yacieron vivas en cada uno de nuestros
fracasos: muchachas cuyas sombras nos partieron el alma
al infinito. ¡Cuánto leímos en la clase de Rocío Contreras! Cuánto admirábamos
su presencia, el carácter subversivo de su clase, sus veintisiete
años y hasta los más anodinos de sus gestos.
Aquel tiempo terminó con la lectura de Conversación en la Catedral.
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Julio de 1998 fue un tiempo
importante. Radio Libertad me abrió las puertas para aprender un poco de
Periodismo. Lo más extraño de esa emisora, era que atendía las denuncias de los
ciudadanos. Los reporteros íbamos con nuestro propio pasaje hasta cada rincón
de Ate Vitarte, el Callao o San Juan de Lurigancho. Era raro, porque luego
llegábamos a la conferencia o a la sede asignada para cubrir información
habitual: esas “pepas” por las que muchos salivaban. Una información cuyo contenido
comencé a percibir inútil, muerto. Radio Libertad abría sus micrófonos para que
la gente grite su opinión contra un gobierno que nos dejó la peor de las
herencias: una sociedad concesiva a costa de una estabilidad indigna,
humillante. Ahí, en esa emisora, aprendí a redactar. El tiempo en CPN no había
servido para nada; a excepción de aquel verano en el que César Tovar me enseñó a
perder el miedo. Gracias a Radio Libertad conocí Lima y aprendí a adorarla.
Hace pocos días estreché la mano de David, ese cambista del jirón Ocoña que ha
encanecido de pie, bajo la misma esquina. Lima se parecía mucho a la de
Odría. Y Zavalita empezaba a resultar un personaje entrañable por lo que estaba viviendo: el idealismo político de los veinte años, la ingenua fidelidad
a un medio masivo, la utopía de ejercer la investigación en un
medio tan castrante como la radio y, fundamentalmente, la revelación de que no
estaba recibiendo la educación rigurosa que necesitaba. Cuando me dirigía a la
universidad, antes de llegar a la avenida Bolívar, el micro transitaba frente a
la Universidad de San Marcos. Entonces me preguntaba: ¿cómo se hará para estar dentro?, ¿estos alumnos son lo que parecen, es decir, universitarios? Porque
entre el ser y el parecer se tiende el abismo de la mentira, del fraude, de la
estafa, y en ese momento, la universidad en la que estaba estudiando
me estaba engañando.
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El 2002 aún trabajaba como sereno
municipal en San Isidro. Una vez se detuvo un taxi para preguntar al sereno de
turno por una dirección. Cuando se bajó la ventanilla apareció el rostro de una
chica que trabajaba en el CUT (circuito universitario de televisión). Me reconoció.
No me lo hizo saber con palabras, pero sus ojos hablaron clarísimo... Los pantalones de un sereno tienen bolsillos amplios. Ahí cabía de todo: comida,
agua, cigarrillos. Pero durante ese verano había adherido las
separatas de la academia en la que me había matriculado. Quería estudiar
Literatura en San Marcos. En aquel tiempo ya tenía el bachiller de comunicador.
Co-mu-ni-ca-dor. Qué palabra de mierda. Apesta a estafa. Quería dejar de ser esa entidad sin alma, ese universitario que
justificaba su denominación por poseer carné y no conocimiento. Después de dos
fracasos postulé de nuevo; aunque esta vez, sin comentárselo ni a mi sombra. Fue
un domingo de tiempo agradable. Las colas revelaban gente grande, alumnos que procuraban el traslado o la nueva carrera. Ese
examen tuvo sus complicaciones en la parte matemática. Pero lo sabía: el hallazgo
de un área sombreada habría resultado heroico. Más tarde fui a ver los
resultados. Caminé por la avenida Universitaria y no encontré los míos. Estos
se encontraban cerca a la puerta de la avenida Venezuela. Ahí estaba mi
nombre, con una palabra en su costado.
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Marzo de 2002, veintitrés años, Facultad de
Letras y Ciencias Humanas. Entre 2002 y 2008 la experiencia
sanmarquina me ofreció la Academia, una amiga y un amor. Pero estudiar
Literatura no nos otorgaría lo que habíamos pensado. ¿Leer ficción? No. Nos ofrecía
mucho más. Entender los hechos sociales a partir de los textos. Entender los
fenómenos colectivos a partir de los contextos. Creo que San Marcos nos ofreció
respeto. Sí. Respeto por el pensamiento ajeno. Respeto por la verdad. Respeto por
una formación tan rigurosa que pudo habernos conducido a la enfermedad. Mi habitación
se convirtió en una biblioteca de fotocopias ¡pero de libros enteros! Conocí la
competencia con los compañeros. La aspiración por obtener la mejor nota. La revelación
de un profesor erudito cuyo conocimiento oceánico nos hería. Habíamos obtenido
un logro: una formación académica verdadera. Habíamos obtenido el ser; no el
parecer. Ese rigor se distendía caminando por la ciudad universitaria. Mientras
caminaba junto a Cynthia Campos lanzábamos versos tan adoloridos que nos producía
risa. “¿Quién no tiene su vestido azul?...”. Creo que yo la hacía reír para
superar un poco ese cliché de intelectuales que, finalmente, atrapó nuestra
consciencia. Porque hablar, prácticamente, se convirtió en
escribir en el aire. Hablábamos como escribíamos. ¡Mierda! ¡Pero
qué agudo debe haber sido ese corrector que se instaló en nuestro
cerebro para articular palabras! No jodan, muchachos… Acabo de sustentar mi
trabajo de licenciatura y mis viejos no entendieron una mierda. Y eso que
pretendí bajar al llano la palabra. Pretendí acceder al preciado lugar de las
palabras humildes. Les recuerdo que una vez nuestro profesor de Retórica nos sugirió
asumir toda teoría con un poco de ironía… Esa misma actitud, creo, deberíamos
asumir con la palabra. Estoy seguro de que muchos somos conscientes de eso.
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“El trabajo del tesista contiene
una introducción, tres capítulos, conclusiones y anexos. Considero que la investigación
posee los argumentos suficientes para ser sustentada en acto público.” Mientras
hablaba con mis padres por teléfono vi llegar al profesor Manuel Larrú, presidente
del jurado. Jamás lo había visto tan elegante. Ingresé a la Escuela y advertí
que los informantes dialogaban observando los ejemplares de mi trabajo. Me sentía
tranquilo, aunque había una ansiedad por disertar este trabajo que ha despejado muchas
sombras respecto a mi quehacer profesional. No solo como literato (tampoco me gusta esta palabreja), sino también como periodista potencial… porque
mientras no ejerza el Periodismo no osaré denominarme periodista; aunque, eso
sí, tengo la consciencia limpia y podré decir que jamás ensucié su nombre. Disertar
esas ocho páginas que pretendieron sintetizar ciento cuarenta y uno fue un
ejercicio nuevo. El jurado y mis padres me escucharon durante veinte minutos. Y
ellos mismos, conmigo, vivimos la intensidad de alguna que otra pregunta
inquietante; aunque todas respondidas con alguna pertinencia. Creo que los
elogios me entusiasmaron y, en algún momento, pensé en obtener la máxima
calificación. Sí, inevitable… soy sanmarquino y hemos mamado de esa leche
eterna: la de la excelencia. No ocurrió así; me habría gustado obtener 19, no
20. Pero tampoco fue así. Creo que ese 18 fue medio salomónico. No me
gustó, no me satisfizo. No estuve de acuerdo con alguna observación del jurado y
se los dije. Finalmente, ellos me formaron así: crítico, siempre
crítico. Pero como se trata de una primera aproximación a un corpus tan
extraño quizá me sirva, porque un estudiante jamás
debe dejar de aprender y un maestro siempre, casi siempre, sabe más. Mi madre
tomó la palabra y dijo algo que no me esperaba: “Hijo, acabo de recibir las cartas
que le escribías a tu abuela… Tenías siete años”. Conozco a mi padre, sé que
cuando se toma los párpados es para fraguar una lágrima, para ganarle la
partida y disimular su vulnerabilidad. Los miembros del jurado
sonrieron, me miraron. Y en ese momento sentí cómo mi alma se corporizaba en dos
pupilas humedecidas… Respiré. Hubo un brindis y una frenética toma de
fotografías. El profesor Larrú quería
grabar el momento, se le notaba... estaba contento. Ese trabajo que había calificado
durante el pregrado se había trasformado en algo mejor, había crecido. Creo que
con esta experiencia, con la experiencia sanmarquina, hemos crecido. Hemos vivido
intensamente una vida más y eso ha sido lo importante. Somos nómadas. Llevamos
el espíritu del cambio porque cuando sentimos que llegamos algo nos asfixia:
la muerte. La muerte circunda a los hombres a través de la rutina. El
único hábito que hemos aprendido en San Marcos es el de la productividad, el del
enriquecimiento del espíritu, el de la vida fecunda. Una vida infeliz es una
vida infecunda, una vida en la que el hombre se repite sin cuestionamientos, sin
búsqueda y, por lo tanto, sin hallazgo, sin luz. Gracias a San Marcos y a la
vida por haberme dado tanto.
